domingo, 9 de septiembre de 2012

Librario íntimo

Como saben, los que me siguen, La ciudad de los ojos grises está acumulando reseñas, la mayoría de ellas muy favorables. Y reconozco que me hace ilusión cada vez que sale una nueva.
Sin embargo, hubo un tiempo en que, si bien es verdad había menos blogs literarios, mis novelas apenas se reseñaban. No sé si he contado alguna vez que a principios del otoño de 2008, estaba inmerso en una de esas crisis de inseguridad que nos asaltan a los novelistas de vez en cuando. Me hallaba entonces atascado en uno de los capítulos intermedios de Muerte dulce y se me pasó por la cabeza la idea de abandonar. Entendía perfectamente a aquellos que dicen que es más difícil escribir la segunda novela que la primera. Me encontraba a punto de naufragar, cuando el día 3 de octubre me llegó un correo de un tipo que había escrito una reseña de La sangre de los crucificados para un periódico de Murcia, que se publicaría al día siguiente. Su primera frase aún me acompaña cada vez que me rondan las dudas: Toquen las campanas (y toquen bien fuerte), porque tenemos novelista.
Su autor era Rubén Castillo, un profesor y escritor murciano al que no tengo el gusto de conocer en persona y que no sabe las ganas que tengo de darle un abrazo para agradecerle lo que aquel texto significó para mí.  Por eso, hoy me permito transcribir íntegra la cariñosa reseña de La ciudad de los ojos grises publicada hoy en su  blog Librario íntimo. Gracias, Rubén... de corazón.
Nunca me ha gustado, mientras desarrollo mi trabajo como crítico de libros, elaborar predicciones. Es decir, aventurar si este novelista o aquella poeta van a conseguir llegar a la cima del éxito, vender libros como churros o merecer el respeto de los estudiosos del futuro. Sí he realizado elogios hiperbólicos cuando he creído que la obra leída los merecía; y he desplegado hachazos cuando pensaba lo contrario. Pero predicciones, lo que se dice predicciones, muy pocas. Dos o tres, a lo sumo. Dije que un jovencísimo Juan Manuel de Prada terminaría por ganar los premios más afamados de España (una afirmación que se hizo verdad cuando le dieron el Planeta o el Primavera) y dije que el caravaqueño Luis Leante conseguiría publicar en una editorial del estilo de Alfaguara (no pude ser más preciso, ni más atinado). Y hace unos años realicé mi tercera predicción, que parece que también comienza a cumplirse y que tiene como protagonista al escritor Félix G. Modroño.
Primero me leí su novela La sangre de los crucificados y la saludé con una merecida salva de fusilería, pregonando sus virtudes. Repetí lectura y elogio con su posterior Muerte dulce. Y ahora me llega a las manos La ciudad de los ojos grises, otro texto bien pautado, muy intrigante, deliciosamente escrito y que refrenda mis opiniones anteriores: estamos ante uno de los escritores más enérgicos, solventes y cuajados del panorama nacional. Y, para demostrarlo, el novelista se aleja de los esquemas anteriores (había publicado dos novelas de ambientación barroca y que estaban protagonizadas por Fernando de Zúñiga, un detective del siglo de oro) y se adentra en un registro nuevo: una historia situada entre Bilbao y París, entre fines del siglo XIX y 1940, y cuyo desarrollo es magnético: Alfredo Gastiasoro es un profesor de arquitectura que trabaja en la capital francesa pero que terminará por volver al País Vasco durante unos días para aclarar los pormenores de la muerte de Izarbe Campbell, una antigua novia suya que se terminó casando con su hermano Javier. En ese retorno a la patria chica redescubrirá los paisajes de su infancia y su juventud (hay retratos bellísimos de Bilbao y sus alrededores), volverá a verse con los amigos más íntimos (sobre todo con Fernando Zumalde, que ahora trabaja como policía) y comprenderá que aunque sigue amando el lugar donde nació su sitio está ya en París, porque las dos personas que realmente le unían a la ciudad (su madre e Izarbe) ya no están ahí para justificar el regreso.
Pero hay más atractivos en esta narración, como la introducción ocasional de personajes famosos, que se cruzan con el destino de sus protagonistas: es el caso del tenor Julián Gayarre, que estaba cantando en una iglesia de Bilbao el día en que Alfredo e Izarbe se conocieron (capítulo 3); la mención del futbolista Pichichi, del que se nos informa que era sobrino del escritor Miguel de Unamuno (capítulo 10); el encuentro que tiene Alfredo Gastiasoro con María de Maeztu, la intelectual feminista (capítulo 31); ese soldado imberbe que sale a cantar espontáneamente en un café parisino donde están cenando Alfredo e Izarbe, y que no es otro que un jovencísimo Maurice Chevalier (capítulo 42); o las frecuentes apariciones de una mujer hermosa, sensual y peligrosísima, que acabaremos identificando con la espía Mata-Hari... Y de anécdotas tampoco anda flojo el volumen, porque nos permitirá enterarnos de dónde procede el vocablo futbolístico alirón (página 198) o quién fue la persona que inventó el elixir Licor del Polo (página 230).
En suma, que nos encontramos ante un volumen de enorme interés y que nos depara constantes sorpresas durante sus casi cuatrocientas páginas. El vizcaíno Félix G. Modroño ha demostrado que no necesita moverse siempre en el mundo barroco para esculpir una novela memorable, y que tampoco circunscribe sus habilidades a la prosa detectivesca: en La ciudad de los ojos grises se expande hacia territorios melancólicos, dibuja a los personajes con mayor abundancia de trazos psicológicos, se sumerge en las agridulces aguas subterráneas del amor y trae su pluma hasta los acontecimientos iniciales del siglo XX. Todo un cambio de registro, del que Félix G. Modroño sale airoso y fortalecido. Tenemos novelista para rato, créanme.

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